“La mitad de los daños que se hacen en este mundo se deben a personas que quieren sentirse importantes. No tienen la intención de hacer daño, solo están absortos en la lucha interminable de pensar bien de sí mismos”

                                                    Thomas S. Eliot

Ego o yo como pronombre no solo sustituye el nombre, sino que, desde el punto de vista psicológico, reemplaza al Ser porque nos crea una capa refractaria para evitar el calor de una relación genuina y cercana al corazón del prójimo. Nuestro ego es el resultado de las primeras experiencias de vida que no pudimos evitar y de lo que en el presente le agregamos con la mente, según sea la autoestima, que hemos desarrollado. El ego se retroalimenta con sus hazañas del pasado y de las glorias que, supuestamente le depara el futuro. La felicidad, paz, salud y gozo de la vida dependen mucho de la calidad que impregnamos a nuestras relaciones con familiares, amigos y compañeros de trabajo como muestra de que, nos amamos y amamos. Para John Maxwell la relación jamás se debe golpear o deteriorar, sino que es importante resolver las situaciones que nos generan conflicto, aunque en verdad, regularmente hacemos lo contrario.

El ego nos puede eclipsar y, en consecuencia, nos quita la posibilidad de ver el valor de los demás, ya que, por el contrario, gastamos energía en buscar fallas o deficiencias para justificar la distancia que hemos tejido en las relaciones por aquello de que, nadie puede ser mejor que yo. El ego nos convence de que, por los estudios, títulos, estatus más el poder que nos ha otorgado alguna organización, los colaboradores son personas inferiores con quienes, tangencial o aleatoriamente, nos comunicamos. Con esta actitud, estamos perdiendo la oportunidad de influir en el desarrollo del talento humano para lograr los resultados, que solo los colaboradores nos dan como garantía del “éxito” y; uso eficiente y honesto de los recursos organizacionales.

 

Cuando el ego es pesado o grasoso, creemos que como realizamos labores de mayor prestigio y tenemos más bienes, somos diferentes y separados de los otros a quienes juzgamos como de menor importancia, miserables, ingratos y holgazanes. Esas percepciones nos propician desconfianza y escasa colaboración con quienes interactuamos porque nos ven distantes, sin genuinidad y enemigos en el contexto que compartimos. En el campo empresarial perdemos oportunidades para propiciar motivaciones y ganarnos el corazón de los colaboradores en pro de la alineación, identificación y trabajo en equipo. Nuestro estado de ánimo es clave en como percibimos a los otros y sus circunstancias.

La autosuficiencia, prepotencia y arrogancia, además de generarnos trastornos cardiovasculares y desequilibrios en los niveles de glicemia, nos hacen raquíticos en la humildad y anulan la aceptación incondicional de los demás. Así, no habrá tierra fértil para la conciencia, capacidad de amar, agradecer y respetar a los demás.

En las empresas, el ego enrarece el clima organizacional y oscurece el modelaje de los valores; los dos activos intangibles de mayor impacto en la productividad y sustentabilidad del negocio. Sentirnos distintos o diferentes es una ficción que nos aleja de los otros para experimentar el dolor de la soledad y estrés por resultados que, podríamos lograr si multiplicamos voluntades. El acercamiento con humildad y convencimiento de que, en cada persona o colaborador, hay un diamante que encontrar y pulir, podría llevar a obtener resultados superiores y mayor fidelidad de los clientes.

Es cuestión de aceptar el reto sin miedo porque, como dice Moisés Naim, el poder, entendido clásicamente, está en decadencia o cada vez perdiendo más fuerza; aun cuando a nivel de países se esté disfrazando de populismo, polarización y posverdad. Necesitamos un poder al servicio de la libertad, del bienestar y desarrollo de la gente, que emerja de la ética, creatividad, innovación, del corazón y de la conciencia o inteligencia espiritual como dice Stephen Covey, en su Octavo Habito.